En esta ocasión, después de un tema muy ambicioso, presento algo un poco más ligero, un capítulo del libro La vida: un diagrama de explosión. El autor, Mal Peet, fue un escritor inglés de quien sólo se ha traducido Keeper (El portero de la Selva) al español, pero no está disponible en México. Mi hijo y yo disfrutamos mucho de Keeper. El tema es algo así como la gran película Whiplash, pero más ligero.
Es una pena que no haya más de Mal Peet en nuestro idioma. Él falleció el año pasado, al igual que Roger Ebert – autor de mi entrada anterior– de cáncer.
En cuanto a La vida: un diagrama de explosión, The Guardian lo describió como un Google Earth literario, pues en un momento se narran con todo detalle las desventuras amorosas de un joven, y de repente el libro se eleva y aleja en una especie de zoom out para trasladarse al problema internacional de la Guerra Fría. Por un lado está Clem, quien usa todo lo que tiene a su alcance para convencer a su chica de clase alta de que experimenten su primera vez antes de que les acabe el tiempo. ¿Y qué es lo que tiene a su alcance? Su habilidad para hacer dibujos y diagramas, y el muy conveniente poema A su esquiva amada de Andrew Martell. Por el otro lado, está la crisis de los misiles de Cuba en los años sesenta, un conflicto olvidado por libros y películas a pesar de su importancia. ¿Qué tan importante fué? Pues casi inicia la III Guerra Mundial y pudo ser el fin de la humanidad.
En la introducción se narra cómo una familia que vive en una comunidad rural y sencilla en época de la II Guerra Mundial, es sorprendida en su rutina por el estruendo de un avión nazi en llamas que pasa demasiado cerca. El alboroto hace que una mujer embarazada y un poco burda en sus modales caiga de espaldas, acelerando así el nacimiento de Clem.
Ya siendo adulto, el protagonista se encuentra con parte de la historia de dicho avión, y por lo tanto, la historia que precipitó llegada a este mundo. Este es el segundo capítulo del libro, donde se narra esa historia, traducido por mí. Espero les guste.
El nazi del corazón roto
Pensarás que es extravagante, supongo, pero yo culpo a ese avión alemán por mi disgusto de toda la vida por las sorpresas y los ruidos fuertes. Es un disgusto desafortunado, en serio, porque el mundo, durante mi larga estancia en él, se ha hecho más y más ruidoso.
Y más y más sorpresivo.
Pues sucede que yo sé quién voló ese Junkers 88 sobre Bratton Morley, a un poco más de la altura de los árboles, el 9 de Marzo de 1945. Cuarenta años después de su vuelo suicida, yo estaba en Holanda, investigando para un libro ilustrado acerca de los Doodle Bugs, las bombas de cohete alemanas lanzadas sobre Inglaterra en el último año de la Segunda Guerra Mundial. En Amsterdam pasé casi una semana en un edificio delgado y maravilloso lleno de libros y mapas y documentos y fotografías. Era como estar en un librero inmenso. En mi último día, uno de los bibliotecarios me trajo un libro titulado Nuestros Últimos Días. Era una colección de recuentos en primera persona de fuerzas armadas y civiles Alemanes sobre sus experiencias durante la última y desesperada etapa de la guerra que sabían que habían perdido. Hojeé a través de él y ví las palabras RAF Beckford, que era el nombre de la base aérea de Norfolk a cuatro millas de donde, de manera caótica y poco oportuna, yo nací. Me ensalivé el dedo y regresé las páginas. El trabajo era una historia mal escrita (o mal traducida) por un antiguo sargento de la Luftwaffe llamado Ottmar Sammer.
Es difícil decirte como me sentí cuando lo leí. Un poco como verse en un espejo por primera vez en años, tal vez.
Aquí en mis propias palabras, está la historia de Sammer.
Se había pasado los últimos dos años de la guerra a cargo del equipo de tierra de un escuadrón comandado por Oberst Karlheinz Metz. Metz era un piloto, tan brillante como intrépido. Se había unido a la Luftwaffe a la edad de dieciocho, y para cuando tenía veinte, estaba lanzando bombas a los demócratas españoles, ayudando así a inspirar la Guernica de Picasso. Durante la blitzkrieg (guerra relámpago) en Inglaterra, había volado en más ataques que cualquier otro oficial. Una vez, voló su bombardero mutilado de regreso de Plymouth con toda su tripulación muerta. Había ganado tantas medallas que si las hubiera usado todas a la vez, su peso lo hubiera hecho caerse de bruces. (Eso fue lo más cerca que Sammer estuvo de bromear). Metz también era un nazi apasionado. Había una fotografía de él en el libro. Lo curioso es que sin importar cuánto la estudiara, me olvidaba de cómo era él tan pronto como pasaba la página. Era ordinario de una manera muy extraña.
En Marzo de 1945, el escuadrón de Metz fue desplegado en el oeste de Holanda. Su situación era bastante desesperada. Las fuerzas Americanas y Canadienses estaban a menos de 50 millas de su campamento. No había volado, o recibido ninguna orden, por más de dos semanas. De los veintiún aviones que había comandado, sólo quedaban siete. De esos, sólo tres eran confiables en el aire. A pesar de sus peticiones, había sólo suficiente gasolina para hacer llegar a un avión a Inglaterra y tal vez de regreso. El 7 de Marzo recibió una señal de Berlín diciéndole que destruyera sus aviones y regresara con su escuadrón rumbo al este, a la frontera Alemana.
Metz hizo lo que le dijeron, casi. En la mañana del 9 de Marzo, reunió a los miembros de su escuadrón y dió un discurso inspirador sobre la defensa de la Patria. Sus hombres alzaron sus sombreros y lo vitorearon; entonces pusieron explosivos a todos los aviones excepto uno, y los hicieron volar. Imagina eso: una fila de máquinas, las que habían conocido el interior de las nubes, estallando y hundiendo sus llameantes brazos en el piso. Sammer dijo que Metz había mantenido su rostro firme mientras supervisaba todo, pero que habían salido lágrimas de sus ojos. (Sospecho que Sammer le estaba echando crema a sus tacos aquí). Metz ordenó entonces a sus hombres que entraran a los camiones y los vio alejarse. No todos los hombres, por cierto. Mantuvo ahí a Sammer y al al armero y a otro hombre más. Metz los hizo llenar el combustible del 88 sobreviviente. También los hizo cargar las ametralladoras, a pesar de que no había artilleros. En este punto Sammer se percató de lo que Metz tramaba. Cuenta que trató de disuadirlo pero que fue ignorado.
Cuando el avión estaba listo, Metz los llevó al cuartel del escuadrón, que era un edificio bajo de blocks de concreto, con su azotea de hierro corrugado cubierta con redes de camuflaje para evitar bombardeos. Casi todo el espacio estaba ocupado por el cuarto de operaciones, en el que las sillas de metal estaban formadas frente a un pizarrón y un mapa de atril. Metz instruyó a sus hombres para que acercaran cuatro sillas hasta su cuartel personal, que no era más que un cuchitril mal iluminado con su cama de campamento, un ropero, y una cómoda. Una fotografía ligeramente llamativa de Adolf Hitler colgaba en la pared al final. En la cómoda estaba una botella casi llena de Coñac, seis vasos, una fotografía enmarcada de un piloto bien parecido de cabello oscuro cayendo casi a sus ojos, y un gramófono con una bocina como una flor de metal. Metz les dijo a los otros que se sentaran, y entonces les sirvió porciones generosas de brandy. Se acercó al gramófono y bajó la aguja al disco. Los cuatro hombres se sentaron y escucharon una sonata de piano de Beethoven, la Appassionata. Durante sus partes más silenciosas, se podían oír claramente las bocanadas y colapsos de aeronaves quemándose. Durante su turbulento final, Metz, con sus ojos cerrados, hizo gestos vagamente musicales con sus puños. Cuando se terminó, permaneció en su silla por un momento largo, claramente fascinado por el silbido y el siseo del gramófono. Al fin se puso de pie y deliberadamente arrastró la aguja por la superficie del disco, arruinándolo. La flor de metal chilló en agonía. Metz entonces asumió la posición de firme en frente del retrato del Führer, extendió su brazo derecho, y dijo, o más bien gritó: “¡Heil Hitler!” Precipitadamente, aunque con menos entusiasmo, los otros hombres lo imitaron.
Metz levantó la fotografía de la cómoda, se la metió bajo el brazo, y guió a Sammer y los demás de manera enérgica a su avión en el exterior. El resplandor de las ardientes carcasas se tambaleaba en el aire. Estrechó la mano con cada uno de los hombres, les deseó buena suerte, y subió a la cabina. Cuando los motores estaban en combustión estable, Sammer quitó las calzas de las llantas y Metz rodó agitadamente hacia la pista.
Las últimas órdenes de Metz a Sammer eran que tomara el coche y que alcanzara al resto del escuadrón evacuado. Sammer desobedeció. Tan pronto como el avión despegó, el sargento regresó al cuarto de Metz y arrancó la sábana de la cama. La fijó al poste de la carpa, y con esta bandera blanca de tregua saliendo por la ventana del pasajero, él y sus colegas manejaron al sur, no al este. Se rindieron ante las primeras tropas de Canadienses con las que se cruzaron, quienes aparentemente los trataron como a una carga molesta. Estaba un poco sorprendido de que Sammer admitiera todo esto tan jovialmente en su memoria, la cual termina en este punto. He parchado y reparado el final de la historia de Metz de otras fuentes, una de las cuales es mi imaginación.
Mertz voló extremadamente bajo sobre el Mar del Norte para poder evitar el radar Británico. Al principio el clima estuvo de su lado: estaba muy turbio. Se aclaró, sin embargo, justo antes de que alcanzara la costa de Anglia del Este, y fue avistado por el guardia costero de la estación justo al norte de Great Yarmoth. (Difícilmente podría haber sido ignorado; casi tumba el mástil de la estación de radio.) A siete minutos de llegar a su objetivo, empezó el ataque de tres Spitfire.
El objetivo final de Metz era la estación RAF Beckford, y su plan era simple: estrellaría su avión en el maldito lugar y lo purgaría con fuego. El que él muriera no tenía importancia alguna. A fin de cuentas, él había estado muerto por casi dos años ya. Esto tenía que ver con la fotografía que había mantenido en el asiento del copiloto, el aviador con el pelo que caía. El muchacho se había unido al escuadrón en el otoño de 1942, y por seis meses Metz había experimentado una felicidad agonizante. Había sentido la necesidad de protegerlo y cuidarlo que iba contra toda su esencia.
Entonces, en Mayo de 1943, el chico había muerto. Metz, congelado en los controles de su propio avión, con su ingeniero de vuelo gritando a sus audífonos, lo vió suceder. Vió a los dos aviones ingleses Hurricane siguiendo la máquina humeante de su querido como tiburones enloquecidos siguiendo un derrame de sangre, triangulando las balas hacia él como si hubiera un número interminable de ellas. Vió el avión del muchacho hacer una media voltereta en dirección al mar y simplemente dejar de existir. La felicidad y el amor se fueron, bang, así nada más, tragados por la textura gris del mar inglés. Los aviones Hurricane eran de RAF Beckford; Metz pretendía terminar esta guerra con una venganza.
Volando solo, no había tenido medios para defenderse de los Spitfire. Volando a una altura tan ridículamente baja, tenía muy pocas opciones para acciones evasivas. Así que se mantuvo amargamente en su curso, observando el paisaje de Norfolk pasar rápidamente por debajo de él mientras su avión recibió una cantidad absurda de disparos y se desintegró alrededor de él. Justo antes de sobrevolar la aldea llamada Bratton Morley (¿eso que vió era una mujer regordeta alzando su cara en shock y cayendo para atrás?), su motor se incendió.
Metz no llegó hasta RAF Beckford, aunque estuvo cerca. A dos millas de la base aérea, se sumergió, quemándose, en una bosque conocido por los locales como Abbotts Wood. Casi con seguridad había muerto para cuando los árboles viejos y pesados arrancaron las alas de su fuselaje. Sacudiéndose en la cabina humeante, se deslizó a través de los bosques y se hundió en un estrecho de agua llamado Lago Perch.
Los bosques estaban húmedos y hoscos después del invierno largo. No le tomó mucho tiempo a la cuadrilla de Beckford para apagar el fuego que dejó atrás. No tenían el equipo para levantar los restos del avión del lago, así que dejaron a Metz sentado al lado de la fotografía destrozada de su amante bajo quince pies de agua turbia. Cuatro años después, una pareja en pleno cortejo tuvo que posponer sus retoces cuando emergieron a la superficie sus miembros negros y pastosos.