La serpiente cascabel reptaba al atardecer, buscando refugio del frío. Encontró una piedra cubierta de moho, y como la temperatura bajaba rápidamente, decidió acampar ahí, enrollándose sobre sí misma. Mientras los colores del atardecer daban paso a la oscuridad, sintió que su temperatura mejoraba. Otro día más que terminaba y que no había podido comer nada. Como era costumbre a esta hora, maldijo su vida, su destino y sobre todas las cosas, su reputación.
Ella había tenido que arrastrarse tanto tiempo por suelos llenos de desperdicios y cazar a escondidas a seres inmundos, pero lo peor era ser temida, pisoteada y despreciada. Todo empezó desde esa noche en que el Sin Nombre, el que susurra verdades sombrías y mentiras luminosas, se le acercó, y le hizo una propuesta.
– Ofrece a esa pareja de humanos comer de esta manzana, y vivirás para siempre.
Vivir para siempre no era una propuesta que se pudiera tomar a la ligera, así que aceptó sin hacer muchas preguntas.
Durante doscientos mil años, mientras los imperios humanos se alzaban y caían, construían rascacielos y enviaban naves al espacio, la serpiente pensó que si volviera a ser tentada por el Sin Nombre, no aceptaría sin poner condiciones.
Y así, esa vulgar noche, acurrucada debajo de esa piedra, se escucharon rugidos ensordecedores de trompetas, resplandeció un centelleo de luces, y una caravana de sirvientes abrió paso al Sin Nombre.
– Sé lo que quieres, pequeña, y sé que estás molesta conmigo. En esta ocasión, te ofrezco salvar a la humanidad de una gran tragedia, y que todos sepan que tu especie los salvó. Heroísmo puro, como en las mejores historias.
– ¿Y tú qué buscas con esto? – preguntó la cascabel.
– ¡Vaya, te has vuelto perspicaz en estos años! Pues ellos también sabrán que fui YO el autor de todo esto, y me venerarán. Dejarán de temerme y señalarme como el villano de la historia. Por doscientos mil años seré yo quien esté en los altares y me cantarán ahora a mí, un día a la semana. Y en todos esos altares estarás a mi lado.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Es muy simple, cómete a un animal que está aquí a unas horas de camino, en su cueva.
Aunque no era lo que había imaginado, era una labor fácil y además su estómago reclamaba alimento.
El camino a la cueva fue frío y largo, pero la idea de ser venerada por dos mil siglos hacía que todo fuera más fácil. Llegó a la cueva justo antes del amanecer. Entró y vió a la presa a unos metros. Se acercó sigilosamente, y al tenerla al alcance, se detuvo. La presa estaba tirada en el piso, agitada y respirando pesadamente. No tenía aspecto apetitoso. Algo en su interior, en sus entrañas, le dijo que era mejor alejarse. Pensó un momento y decidió que bien valía la pena comer ese defectuoso manjar y regresar por la gloria. Abrió las fauces preparada para devorar.
De repente, con un golpe de aire, certero y rápido como un rayo, alguien le robó a la presa. Al disiparse el polvo, vió como un hombre se lo llevaba en una red: un murciélago, un murciélago enfermo. El hombre se reunió con sus compañeros, quienes se embriagaban con licor Baijiu, antes de dirigirse al mercado de Wuhan, que abriría en un par de horas.
De la nada, surgió de nuevo la voz del Sin Nombre susurrando:
– No te preocupes querida, la tercera oportunidad será la definitiva, y vendrá pronto. Pronto.